Desde hace diez días, un grupo de mujeres de las comunidades wichí y guaraní del monte salteño permanece en Buenos Aires intentando poner el grito en oído de ese dios que atiende en la Capital. Sin permiso de nadie y contradiciendo incluso las complicidades masculinas que en sus pueblos pactan con el agresor, vienen a denunciar el desmonte, la falta de cuidado de una tierra que se rebela cada año en peores inundaciones y un olvido constante que se traduce en hambre y falta de educación.
Por Roxana Sandá
De sí mismas dicen que son “las otras voces”, las que no se han escuchado todavía desde el corazón de los pueblos indígenas, las que sucesivos gobiernos y autoridades de turno desoyeron para invisibilizar sus vidas y sus cuerpos. Por ese motivo, veinte mujeres representantes de los pueblos wichís y guaraníes que habitan la localidad salteña de Embarcación decidieron la urgencia de defender la vida de sus pueblos en peligro, y hace diez días permanecen en Buenos Aires, a la espera de una respuesta institucional que vuelva audible la esperanza. El riesgo de muerte que pesa sobre los territorios devastados por empresas agrarias y madereras oculta razones más profundas que van devorando su cultura, su educación y la lucha diaria por vivir sin planes sociales de miseria.
El viernes último, los reclamos contra la tala, el desmonte y por los derechos a la salud y a viviendas dignas llegaron a algún puerto luego de dos noches de acampe frente a la Casa de Salta, en el centro porteño. El Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) acercó una solución que les permitirá saltear la instancia provincial y discutir sus problemas con Nación, un escenario donde esperan “recuperar nuestro protagonismo ante el desastre y demostrar que las mujeres indígenas también tenemos capacidades para defendernos y poder expresarnos”, sostiene Kajianteya Octorina Zamora, vocera del grupo y líder de Honat Le’Les, una de las nueve comunidades indígenas con asiento en Embarcación.
El miedo. Los aludes de barro que arrasaron con la población de Tartagal agitan fantasmas en carne propia. Temen que los últimos años de tala intensa en la serranía, las picadas dentro del monte y el paso de la madera a través del río Bermejo se lleven lo poco que les queda, y con eso la vida. “Estamos cansadas de mudarnos con nuestras familias en el verano, por las inundaciones, y ahora se suma el miedo de que por los desmontes y la explotación maderera en los márgenes del Bermejo la ciudad sea tapada por el barro”, lamenta Julia Gómez. Sin embargo, se le atisba el orgullo por sentir “que como mujeres y madres sabemos lo que es el sufrimiento. Porque corremos peligro es que no queremos que ocurran los desastres naturales cuando se pueden prevenir. La única manera es dejar de desmontar y talar. Pero el hombre blanco ha perdido el valor de amar la tierra: sólo busca acumular riqueza y bienes a costa de los sufrimientos de los demás”.
Hace tiempo que el ajo, el pimentón, el tomate y la cebolla dejaron de ser una consecuencia de las huertas familiares para alcanzar categorías macroeconómicas de productos de exportación, acompañados por la soja, la estrella depredadora de los últimos años, y el poroto. En las puertas del Bicentenario, las manos de las mujeres indígenas se impregnan de la tierra que remueven como empleadas domésticas y se tajean con tanzas y punzones de artesanías. “Aquí ya no se trabaja la tierra, se la succiona”, relata Octorina con la sospecha de “que quieren convertir un jardín en un desierto, y afectan la selva de yunga, el único pulmón ecológico que tenemos. Pero hay que terminar con el miedo y decir basta de joder a la gente. Vayan a joder a los grandes empresarios”.
Los hombres. Las décadas que lleva el desmonte en la zona coinciden con los años de trabajo fino que los punteros políticos locales tejen entre las comunidades y los cacicazgos. Que sean mujeres wichís y guaraníes las que viajaron hasta Buenos Aires para ser escuchadas por la Corte Suprema de Justicia y porque dios atiende en esta ciudad autónoma, revela el papel poco menos que incierto que juegan sus compañeros en defensa de las comunidades. “Vemos de qué manera los punteros corrompen a algunos dirigentes indígenas, los someten al vicio para que no tengan sus capacidades y entonces esos dirigentes privilegian otras cosas”, explica Julia en una ronda de mujerío delatora de los manejos políticos de legisladores, “que tienen de rehenes a los hombres de nuestras comunidades”. Si se les pregunta por los bolsones sociales, responden que son escasos. A los comentarios sobre comedores populares, contraponen que hay cientos de mujeres y niños desnutridos. Hay mucho hidrato de carbono, dicen, y escaso aporte de otros nutrientes. “Estamos peleando por crear comedores nutricionales junto con una distribución prolija de los subsidios”, pero manifiestan que el proceso de desgaste “no para. Los poderosos van a la parte más vulnerable de las comunidades, que son en este momento los hombres. Vivimos en una sociedad machista, y eso se adiestra y se contagia”. Octorina, sin embargo, cuenta que las cosas no siempre se proyectan según el cristal de Occidente, “con comportamientos que hacen de menos a la mujer. En nuestros pueblos no existe el machismo sino los roles. No hay tiempo para ser machista; cuando decidimos venir a la ciudad se lo comunicamos a nuestros maridos y les aclaramos que ya es hora de que se nos escuche”.
Los niños. De acuerdo con el último censo de 2004/05 en la región, las comunidades indígenas locales contabilizan unos 36.000 pobladores. Del total, niñas y niños están atrapados por la mala alimentación, por un emparche de plásticos –sobras de lo que se utiliza en las fincas y los invernaderos– al que algunos desvergonzados llaman con descaro viviendas precarias, por las enfermedades, la mala educación y la vida al borde de la Ruta 34, anegada cada año entre tanto barro que arrastra la lluvia desde los cerros. “Los más pequeños sufren discriminación porque a los adultos no nos convocan para elaborar programas de salud y educación pública”, señala Octorina. “Pero para lograr eso debemos practicar la autonomía, poder decir lo que sentimos y denunciar lo que sufrimos.”
Las mujeres. Ir al lugar justo, sin ayuda de organizaciones no gubernamentales ni punteros, fue la consigna inicial en los talleres de debate que agrupan a las mujeres de las comunidades wichís y guaraníes Honat Le’Les, Hotel Pelaj, Cherenta Re Reta, Cristo, San Juan, Santa Lucía y Misión Chaqueña. Se salió de los primeros encuentros rumiando la idea de “que nadie te diga lo que tenés que decir”. Este viaje coloreado en pancartas de rechazo al desmonte y convertido en un feliz embrollo de complicidades femeninas potenció las oportunidades buscadas. “Aquí somos libres, empezamos a valorizarnos”, insiste Julia. “Estamos contentas con el viaje por la posibilidad de convivir y hasta conocer los sentimientos íntimos como madres, hermanas y como mujeres.” Entonces las voces regalan historias “hechas de centurias de lucha, con la conciencia de que alguna vez participamos junto a Tupac Amaru. Si tenemos el ejemplo de tantas mujeres indígenas que han dado la cara por su pueblo, por qué nosotras no vamos a hacerlo”, se pregunta Octorina y empieza a hablar de una búsqueda del espacio propio, “porque nadie nos va a dar nada, y queremos ser protagonistas”. Repite a quien quiera oírla que ella y sus compañeras no equivocaron el camino y que los hombres no tienen por qué enojarse de los pasos dados, pero reconoce que “algunos dirigentes todavía no se enteraron. Decidimos trabajar así para evitar las malas interpretaciones”.
Las refugiadas. El petitorio que presentaron ante la Corte Suprema de Justicia días atrás se autodefinió como un grito de denuncia. Ante el incumplimiento de la prohibición de tala del monte nativo, la ausencia de una comisión de relevamiento territorial formada por delegados propios, la falta de programas sanitarios inclusivos “y para que en las escuelas a las que asisten nuestros hijos se integren contenidos propuestos por las comunidades indígenas”. En el documento también se exige que “finalice el cobro fraudulento de comisiones para el otorgamiento de becas, pensiones y subsidios a los integrantes de nuestras comunidades. Y que se facilite el otorgamiento de pensiones por discapacidad, ancianidad, amas de casa y madres de siete hijos”. Son, precisan, refugiadas de sus territorios ancestrales, porque a un mismo tiempo el despojo las llevó al hacinamiento de “tres o cuatro familias juntas viviendo en tierras insalubres. No hay respuestas, lo sabemos, pero no vamos a callarnos más si los políticos se siguen llenando la boca con la Ley Nacional de Pueblos Indígenas y los convenios internacionales y ninguno los hace cumplir”. En los últimos días hubo algunos intentos de erosionarles el espíritu. No hubo suerte. “Nos dijeron que cuantitativamente no significamos siquiera para ser un número más, pero sabemos que no es así”, rechaza Octorina. “Porque estamos juntas con las mujeres y los jóvenes. Y aunque nos ninguneen y nos ignoren, seguimos uniendo las manos.”
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